martes, 10 de enero de 2012

Habitación 105

De pronto se oyó la puerta de la entrada. Se miraron fijamente.

 -                     Es ella, rápido.

Sin decir nada más saltó de la cama y rebusco sus bragas por el suelo, se vistió a toda prisa y le robo un último beso antes de saltar por el balcón en el último momento, justo antes de que la puerta del dormitorio se abriera y la mirada más dulce del mundo iluminara aquella cama.
La hierba amortiguo su caída y echo a correr entre las sombras con una sonrisa ladeada en su cara. Cuando estuvo lo bastante lejos se infiltro entre la gente que paseaba y repaso el carmín de sus labios, notaba las miradas en su escote y en su culo pero no devolvía ninguna y se escondía tras sus rayban como si nada la afectase.
Ella era totalmente consciente de lo que provocaba en los hombres, su sensualidad explicita les hacía perder la cabeza y olvidarse de todo lo que amaban o habían amado, su carácter les atraía hacia ella al igual que un insecto se acerca peligrosamente a la luz. Ella era la amante perfecta, esa a la que todos quieren tirarse pero nadie abraza por las noches, y lo sabía, llevaba mucho tiempo sabiéndolo, y sabía que mientras no lo olvidara todo iría bien.
Solo había amado una vez, y había sido demasiado intenso para ella. Las marcas de sus muñecas aun la recordaban el peligro  que supone arriesgar el corazón, por eso ya nunca dormía con nadie, por eso jamás decía “te quiero”.
Al entrar en casa tiro los tacones contra la pared agotada de tanta altura. Se sentó en el sofá y encendió su ordenador, allí estaban los últimos mensajes que la habían mandado. Solo recibía mensajes de hombres, y podrían clasificarse en dos tipos: los que pedían consejo sobre cómo arreglar sus parejas, y los que la proponían quedar a tomar una copa; normalmente se entremezclaban y lo que empezaba como una súplica de ayuda acababa con una proposición aparentemente inocente. Recorrió todas las conversaciones buscando lo único que podía sacarla una sonrisa en aquel momento. Encendió un cigarro a la que miro la hora, las tres de la mañana de un sábado, solo había dos opciones: o estaba al otro lado de la pantalla o tirándose a alguna.
Espero tres cigarros y una copa de ron mientras se miraba las uñas y sin previo aviso llegó lo que esperaba, la luz de los mensajes se encendió y soltó el humo con una pequeña sonrisa.
Pensareis que estaba enamorada, y no podríais estar más equivocados, ella no podía enamorarse porque jamás había dejado de estar enamorada del que le rompió el corazón, pero había algo en aquel chaval que la hacía sonreír. Seguramente fuera su inocencia o la forma que tenía de mirarla lo que hacía que mereciera la pena hablar con él, quizás fuera saber que aquello tan solo era una imposibilidad, que no había peligro hasta que no hubiera contacto, que mientras solo fuera una luz amable en la pantalla solo podía iluminarle la vida.
En ese momento el mensaje más importante de su vida llego:

-                     Estoy en la ciudad… ¿Nos vemos?

Trago saliva y encendió otro cigarro necesitando sentir el humo quemándola en los pulmones, necesitando algo que la recordara que seguía viva y que su sangre no se había congelado en ese mismo segundo. Solo había una respuesta posible.

-                     En el hotel de la plaza, habitación 105. Te espero.

Cerró el ordenador de un golpe y dio un largo suspiro. Se sirvió otra gran copa y volvió a calzarse los tacones negros.
Camino sin prisa hasta el lugar de encuentro, pago la habitación y le espero de pie junto a la cama, sus manos temblaban y los cigarros se consumían en sus labios mientras esperaba ansiosa a tenerle entre sus piernas. Llevaba tiempo pensando en cómo sería la voz que susurraba aquellas dulces palabras y el miedo a la decepción era palpable.
La puerta se abrió despacio y todo sucedió tan deprisa y tan despacio como era de esperar, la lujuria se mezcló con la dulzura y con una sensualidad que solo ella sabía poner a la vida. Por primera vez en mucho tiempo se permitió descansar en los brazos de un hombre a sabiendas de que las excepciones nunca se repiten y que los errores se pagan en sangre.


A la mañana siguiente volvió a la calle, en sus ojos las rayban, en sus labios el carmín, y en sus uñas la sangre de aquel que había cometido el error de tocarla el corazón.

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