sábado, 11 de agosto de 2012

La vanidad del amor.

Oh musas, ayudadme a poner por escrito la triste historia de mi hijo Ícaro y permitid que el mundo conozca como la tragedia se cernió sobre nuestras míseras vidas. Infame el día en que yo, Dédalo, arquitecto de arquitectos, ingeniero de ingenieros, decidí irme con mi amado hijo Ícaro, hijo de Naúcrate, a la isla de Minos, pues fue ahí donde comenzó toda nuestra desgracia.
Muchos creen que conocen nuestra historia a través de las palabras del célebre Ovidio, pero ¡oh si ellos supieran la realidad de nuestra tragedia! Ninguna desgracia mayor ha acaecido aún sobre dos amantes como la que se cebó con mi hijo y aquella mujer salida del inframundo que le causó la peor de las cegueras, la que evita al corazón ver con los ojos de la realidad.
Fedra, Fedra es el nombre de todas nuestras desgracias. Esa pérfida que más tarde causaría la desgracia de otros hombres y enfrentaría a padres e hijos por capricho, ya empezó a urdir sus crímenes en el palacio de su padre. Pero no culpo a ella de mi desgracia pues sé que fueron los dioses quienes, con la perdida de mi hijo, me castigaron por mis ofensas y mi orgullo, y por ello seguirán castigándome, pero espero, oh musas, que este relato que a ellos ofrezco con las palabras más bellas que conozco, sirva para limpiar mi pecado y la memoria de mi pobre hijo, que si peco de algo no fue de vanidad sino del más puro amor.
Aún recuerdo cuando llegamos a la isla de Creta, como el orgullo y la vanidad fueron creciendo en mi interior a medida que Minos me encargaba bóvedas y salones de baile. Mi fama fue creciendo poco a poco y, embargado por esa sensación hacía ya tiempo olvidada, deje de prestar atención a mi mejor obra: mi hijo. Ícaro poco a poco, presa de ese espíritu impetuoso y pasional que atrapa a todos los jóvenes en un torbellino de sentimientos y les transporta al reino del placer y del dolor al mismo tiempo, fue cayendo prendado de aquella joven de ojos pálidos y belleza acentuada que peinaba sus oscuros cabellos sentada junto a su madre y sus hermanas en la mesa del rey. Era su indiferencia lo que más hermosa la hacía, aquella aura de inaccesibilidad y las parcas palabras que salían de sus labios helados era lo que enamoro profundamente a Ícaro que, lejos de alejarse de quien tamaño desprecio le mostraba, sentía como su corazón se encendía ante el pensamiento de enamorar a aquella mujer que ni ante las más bellas y patéticas historias de amor mostraba algún tipo de sentimiento o emoción.
El bello rostro de Ícaro empezó  a verse ensombrecido por unas profundas ojeras, muestra de las noches que mi joven hijo pasaba sin dormir por escribirla poemas de amor, y las arrugas empezaron a marcar en su rostro los tormentos que su alma sufría cada vez que recibía por respuesta un simple “gracias” de boca de alguna de sus criadas. – ¿Ni siquiera se dignaran jamás sus labios a rechazarme de viva voz? ¿Tan poco valgo para esa diosa encarnada que sus manos no van a trabajar para escribir una triste nota, para que yo pueda apreciar su bella caligrafía? Pero, oh padre, es mejor así, porque sus labios no han de mancharse en palabras, sino en besos y sus manos no deben sufrir la tortura del plumín, sino el placer de las caricias – Así hablaba cada noche cuando la criada volvía con las misivas, y yo apenas le dedicaba unos segundos en recomendarle que la olvidará y que las muchachas como ella jamás se enamoraban del hijo del arquitecto, por muy poeta que fuese. Pero él no escuchaba, Afrodita se había hecho cargo ya de su corazón y no había más remedio para sus fiebres que las amargas palabras de aquella mujer.
Fedra se divertía con todo aquello, para su alma no eran más que las palabras hermosas de un loco enamorado que había caído preso en las redes de su belleza. La gustaban aquellas palabras pues encendían aún más su orgullo de mujer y quizás fuese eso lo que la hizo decidir contestar las cartas de su admirador. Dos simples palabras detonaron la tragedia, dos simples palabras escritas en un fragmento de papel marchito fueron las que sellaron nuestro destino. “Gracias Ícaro”, no necesito decir nada más para volver firme la locura que poseía a mi hijo y hacer que este entregará su alma y su cuerpo al arte del amor. Su temperatura subió aquella noche hasta el punto de hacerle delirar, los sueños de amor se adueñaron de él y gritaba sin ser consciente las mil y una noches que abrazados ante el fuego de Hestia verían pasar el tiempo sin que su amor sufriera los pesares de Cronos. Le rogué que callase, que fuese sensato, pero él no dejaba de repetir que si la diosa sabía su nombre él conseguiría llegar hasta su corazón, que se irían de aquella isla maldita, como llamaba a Creta, y visitarían todos los lugares que ella deseara. Hablaba con tal vehemencia que hasta  yo mismo creí que podría llegar a ocurrir y llegue a pensar en los beneficios que aquel matrimonio tendría en mi obra, soñé con castillos en toda Creta, castillos magníficos que harían llegar mi fama a Grecia y obligarían a los dioses a tenerme de nuevo bajo su protección, sería el arquitecto de los dioses y el Olimpo se abriría ante mi como un nuevo dios.
Pero esta felicidad no duraría eternamente. Oh vanidad, oh dioses que de nuevo me hicisteis ver el fruto de mi pecado. Alguien aquella noche debió escuchar las palabras que profirió Ícaro y estas no tardaron en llegar a los oídos de Minos. El rey enfureció ante las pretensiones que mostraba mi hijo - ¿Casarse un simple aprendiz de ingeniero con la princesa de Creta? ¡Eso nunca!- Exclamó encolerizado y envió rápido una misiva hasta nuestro aposentos.
Ingenuos nosotros, recibimos la carta con la alegría de un nuevo proyecto y no tardamos en ponernos manos a la obra.  Crear un laberinto del que nadie ni nada pudiera salir era todo un reto para la arquitectura y la ingeniería de nuestra época, algo que no todos los mortales podrían llevar a cabo, algo digno de la inteligencia de un dios, o cuanto menos de un semidiós, pensé. Pensé y me equivoqué, ya que aquel encargo fue tan solo una treta para deshacerse de nosotros y nuestras aspiraciones de grandeza, y de paso aprovechar para crear un ingenioso mecanismo de matanza, ya que en el laberinto habría un minotauro que acabaría con todos aquellos que provocasen la furia del rey Minos.
Pero no, oh musas que me guiais en esta humilde narración, eso no fue lo todo. Los dioses, no contentos con esta desgracia, todavía tuvieron fuerzas para enviarle a mi hijo la inspiración suficiente para escribir una carta a la que él creía su amada Fedra. Una carta de amor y os aseguro, si mis memorias son certeras y no deciden engañarme, que era la más hermosa carta de amor que jamás un ser profano le escribió a otro. Las palabras dulces llenaban el papel con una caligrafía preciada y precisa, propia de inspiración divina, y es que debieron ser los dioses los que guiaron su mano y su corazón para poder conmover momentáneamente el corazón de la joven Fedra, si es que alguna vez lo tuvo. Las palabras sobre el papel susurraban de esta manera su juramento de amor eterno:
      “Amada, amadísima Fedra:
Sé que no soy digno de amarte, ni siquiera soy digno de dirigir mis pobres palabras hacia ti, pero no puedo evitar lo que siente mi corazón y tengo miedo de que todo este amor que por ti me embarga me haga explotar en mil pedazos y el sonido de mi alma al desaparecer pueda llegar a molestar tus sensibles oídos. No te pido que me ames pues no soy digno de tu amor, oh querida ¿cómo podría  atreverme a pedir el amor de una diosa para un simple mortal? Solo te pido que me dejes amarte y cuidarte hasta que alguien más digno que yo aparezca en tu vida. Déjame ser la sombra que te proteja del sol en los días calurosos, déjame traerte en mis labios el agua que refresque tu cuerpo cuando todos los cantaros se hayan roto, déjame ser quien en tu barca reme, quien tu silla porte. Seré tu esclavo si tú me lo permites y, si tú lo deseas, no comeré ni beberé pues solo de tus palabras se alimenta mi alma y mi cuerpo no es cuerpo si tu cuerpo no lo desea.
Oh Fedra, oh mi amadísima Fedra, tan solo te suplico que a esta carta me respondas y, que si el trabajo de escribir consideras que no es digno de tus manos de diosa, me permitas observarte bajo la luz de las estrellas en el jardín sur dentro de dos lunas. Y ahí, oh mi diosa, me permitas hablarte para y cubrir tus oídos de palabras que contigo compitan en hermosura. Oh mi luna, oh agua de mi alma, permite a tu pobre esclavo vivir un día más y aliméntale con tu indiferencia siquiera, pues cualquier palabra que tu profieras es néctar del Olimpo y tu visión más maravillosa que la de la propia Afrodita.
Siempre suyo, siempre amándola.”
Aquella carta llegó a sus manos cuando nuestro destino ya estaba sellado y nuestros cuerpos entregados a la creación del laberinto, pero de aquellos detalles ella no estaba enterada y, puesto a que en parte la carta había conseguido conmover su corazón, acudió a la cita marcada. ¿Un esclavo por amor? No podía negar que la idea le atraía enormemente. Fedra tenía una gran cantidad de esclavas y varios esclavos, y era consciente de que aquellos hombres harían todo aquello que ella les solicitase, aunque eso implicase ir en contra de su padre, de sus esposas o de su moral. Sabía que por su belleza matarían muchos hombres y a más de un esclavo había introducido en su cama para que la proporcionaran placer carnal, pero aquellos hombres comían, bebían y dormían, lo que Ícaro le ofrecía era la sumisión absoluta tanto de su cuerpo como de su alma y mente, y la mente de un hombre capaz de escribir esas palabras, cuanto menos era interesante de contemplar.  Se preguntaba hasta donde llegaría aquel muchacho imberbe por cumplir sus promesas y cuál sería el verdadero tamaño de su amor y admiración por ella.
Su alma caprichosa ya lo había decidido, quería un esclavo por amor, quería comprobar el límite de los sentimientos humanos y romperlo hasta demostrar que los sentimientos tan solo eran un trapo sucio que empañaban los actos nobles y la inteligencia, de esta manera podría demostrar que ella y solo ella, tenía razón al desestimar los mitos amorosos por en beneficio del reino del logos. Así que espero, espero durante horas hasta ser consciente de que el Ícaro no aparecería. A medida que la luna se movía por el cielo estrellado, su cólera crecía al sentir, por primera vez en su corta vida, las mieles del desprecio en sus carnes. A gritos busco a una de sus criadas y la entregó una carta llena de desprecio para que al joven Ícaro se la hiciese llegar:
      “Usted habla de amor, pero que sabrá un aprendiz a ingeniero del amor que una diosa merece.”
Ni siquiera la firmó pues no quería que su nombre se viese manchado en nada relacionado con aquel hombre despreciable. Aquella noche al acostarse comenzaron las pesadillas que marcarían toda su vida, se vio a sí misma, la admirada por todos los hombres, enamorada sin remedio del único hombre que jamás podría tener, un hombre sin rostro que despreciaba sus sentimientos por el mero hecho de existir  y la lanzaba en los brazos de la multitud mientras gritaba que él estaba por encima del amor.
Los días pasaron y su cólera crecía al no entender por qué las cartas habían cesado. Su vanidad de mujer echaba en falta aquellas palabras que alimentaban su ego a diario, y fue esto lo que nos salvó y nos condenó al mismo tiempo. ¿Quién sabe lo que hubiese ocurrido si ella no hubiera intervenido en el orden de los acontecimientos? ¿Es que acaso no había aprendido de los mitos que las almas alteradas, sobre todo las de las mujeres, deben quedarse al margen del todo puesto que no piensan con claridad? Pero ella no sabía nada de mitos pues aquellas historias arcaicas que los viejos sabemos llenas de sabiduría, se enfrentaban a la nueva religión incipiente que solo respondía ante las fuerzas de la lógica. Sus pies no pudieron parar la inquietud de su alma que se sentía traicionada, y la curiosidad la llevó a caminar entre pasillos buscando en cada conversación, tras cada puerta, el lugar en donde se hallaba el joven de los poemas, y fue tras una de esas puertas donde descubrió la única verdad: que era su padre, enterado de las aspiraciones románticas del muchacho, él que había decidido encerrarles en su propia creación. Escucho atenta las palabras de su padre hasta memorizar profundamente como podía entrar y salir de aquel lugar, y tomo la determinación de que ni siquiera un rey podía impedir los caprichos de una diosa.
Maldigo cada amanecer la noche  en la que ella nos rescató de aquel horrible lugar. ¿Acaso yo, el creador del laberinto, un afamado ingeniero conocido en toda Creta, no hubiera sido capaz de salir por mis propios pies? Pero no hubo tiempo a las disecciones, tanto yo como mi hijo salimos guiados por aquella mujer que en aquel momento nos pareció un ángel, y dejamos que nos condujera como si fuésemos pequeños corderos guiados por un perro en la tormenta, hasta un antiguo calabozo escondido en las profundidades del castillo y con tan solo una ventana que permitía entrar el sol y el olor a salitre que el mar traía.
Allí nos ordenó quedarnos y, si yo la obedecía por pura conveniencia, mi hijo Ícaro lo hacía por devoción. “¿Ves cómo me ama? ¿Ves cómo es posible?” repetía incesantemente, “ella nos sacará de aquí, huiremos juntos y con un gran ejercito nos enfrentaremos a su padre para limpiar nuestro honor padre. Yo seré rey junto a mi amada, y tú te convertirás en el mayor arquitecto que el Mediterráneo ha conocido”. Sus palabras eran tan hermosas y las decía con tal convicción que era difícil no dejarse llevar por esa emoción juvenil, pero el tiempo iba pasando y ella no aparecía, si acaso de vez en cuando una vieja criada traía algo de comida, tan solo una ración,  y se llevaba las cartas y poemas que mi hijo escribía.
Empecé a ser consciente de su juego, de lo que aquella mujer estaba haciendo con mi hijo e intenté hacerle entrar en razón. Estaba jugando con nosotros, probando los límites de nuestro amor, el mío por mi hijo y el de mi hijo por ella y por eso solo enviaba una ración, por eso no nos proporcionaba huida posible. Se lo explique a Ícaro mil y una vez, oh si, hice todo lo posible, todo lo que estaba en mis manos, bien lo saben los dioses que desde su trono observaban nuestra desgracia y disfrutaban con ella. Yo pensé que le había hecho entrar en razón, que por fin sus ojos se habían abierto, pero olvidaba que en donde habita el amor no hay sitio para la moral. Él me engaño, me hizo creer que ya no la amaba y yo, cegado por el amor de padre y las ganas de huir, me deje engañar y le confesé nuestra única escapatoria.
Ícaro cumplió cada una de sus funciones de forma impecable, precisa. Cazaba las aves que se paraban en nuestra ventana con una habilidad que nada tenía que envidiar a los guerreros del arco, y a la hora de desplumarlas y luego pegar las plumas unas a otra se concentraba tanto que no notaba el paso de las horas. Mientras tanto, conseguí mediante trucos con espejos, llamar la atención de unos marineros que pasaban cada tres días bajo nuestras ventanas y, con cartas y señas, conseguí convencerles para llevarnos lejos si conseguíamos salir de aquel calabozo, aunque tengo la impresión de que los hombres jamás pensaron que aquello fuese posible.
Llegó el día marcado, aquella mañana el aire olía a libertad o al menos así me lo parecía a mí. Los aparatos estaban preparados y el barco nos esperaba a pocos metros del castillo.
-           Recuerda Ícaro – dije serio dirigiéndome a él – No te acerques al sol, no vueles demasiado alto o se derretirán las alas. Tan solo debemos llegar al barco y seremos libres de nuevo. ¿Lo has entendido, verdad hijo? Tan solo volar en línea recta hacía el barco de velas verdes que nos espera.
Ícaro asintió varias veces y me ayudo a subirme a la ventana, ya que mis piernas y mis brazos habían perdido hace mucho la agilidad que la juventud regala y la vejez se cobra. Salte al vacío y, durante un segundo, vi como las rocas que paraban el mar se lanzaban contra mi cuerpo, pero en cuanto moví los brazos conseguí alzar el vuelo y alzándome unos metros, me aleje del castillo.
Oh musas, oh mortales que leéis estas palabras, si tan solo me hubiese girado un segundo hubiera podido evitar la desgracia. Tras de mi Ícaro también saltó, pero él no se dirigió hacia el barco como habíamos convenido, él se dirigió hacia arriba, cada vez más y más arriba, pero no hacia el sol como muchos se han atrevido a insinuar, oh no, él no era un muchacho inepto. Ícaro se dirigía hacia una ventana, la ventana en donde sabía que su amada se peinaba todas las mañanas para recoger en su pelo los rayos de sol y, una vez en su destino, comenzó a llamarla a gritos, a clamar su amor al mundo con tal pasión que las sirvientas que se asomaban desde otras ventanas, se acaloraban y ruborizaban.
La joven Fedra no tardo en salir ante aquellas voces. Cuando vio lo que ocurría, en un primer momento sintió verdadera admiración, ¿acaso el amor era capaz de causar tal obra de ingeniería? Pero entonces vio los rostros de sus criadas que se reían y cuchicheaban ante el atrevimiento de aquel hombre que tendía su mano a la princesa y hablaba de amor eterno y países lejanos. Fedra encolerizó, pues Ícaro sin quererlo la había puesto en evidencia, pero no dejó que se notase, sino que sonrió dulcemente al muchacho y con una mano le indicó que se acercase a ella.
-          Amado Ícaro, ahora veo cuan verdadero es tu amor que incluso te ha elevado hacía mi ventana, pero dime, querido mío,   ¿acaso no es un atrevimiento molestar a una diosa en su descanso? ¿acaso no es tu pose orgullosa para mostrarse ante quien dices venerar?
-          Mi diosa – musitó el muchacho inclinando la cabeza en muestra de sumisión – He aquí tu esclavo que te suplica le dejes venerarte en alma, cuerpo y piel.
Ella tendió su mano hacia él con una dulzura infinita y por un segundo muchos llegaron a pensar que realmente iba a irse con él, pero entonces se figaron que en su mano descansaba un pequeño candil que, en cuanto se acercó al cuerpo de Ícaro, comenzó a derretir la cera que unía sus plumas. Cuando el muchacho quiso darse cuenta ya era demasiado tarde, su cuerpo se precipitaba sin remedio contra las rocas del mar y ni siquiera fue bendecido con unas últimas palabras de su amada, tan solo escucho el ruido de las ventanas al cerrarse de golpe antes de que todo el mundo se desvaneciera para siempre.
Todo esto lo vi yo desde el barco. Note como mis lágrimas nublaban mis viejos ojos y supe entonces que aquello no era más que otro castigo de los dioses a mi vanidad que mi hijo había heredado al atreverse a soñar con quien él creía una diosa terrenal. Los días en la nave pasaron sin distinguirse unos de otros, mi cuerpo se rebelaba contra la realidad con unas fiebres que me acercaban inexorablemente a la barca de Caronte, pero los dioses fueron amables y pusieron a Ovidio en mi camino para que nuestra historia, aunque deformada, fuese recordada a lo largo de los siglos.

Deposité ante Apolo mis alas en agradecimiento por hacerme consciente de mis pecados y solicitándole que perdonase siquiera los pecados de mi hijos, si es que los míos no merecen de su misericordia, y me permitiese vuestros favores, oh musas, para hacerle ver al mundo entero que, si bien Ícaro pecó de vanidad, no fue una vanidad vacía y orgullosa, sino que fue guiado por el más noble de los sentimientos: el amor incondicional.

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