lunes, 19 de marzo de 2012

La luz del verano.

Tu piel era como el merengue; blanca, dulce y tan suave que daba miedo acariciarla con demasiada fuerza. En aquel parque, rodeadas de almendros y  con la ciudad a nuestros pies, podíamos pasar horas entrelazando los dedos, tumbadas una junto a la otra buscando el significado de las nubes, coloreando el mundo que nos rodeaba con la inocencia de nuestros besos. Es curioso como, de aquellos cuatro años, tan solo te recuerdo en verano. Recuerdo el sol dando luz a tu pelo que se movía sin necesidad de viento haciéndote ver como un fotograma de una película indie, una de esas que siempre sonaba de fondo y nunca llegábamos a ver.
¿Recuerdas cómo empezó todo? Creo que fue mucho antes de lo que nos imaginamos. El primer recuerdo que tengo de ti es en clase, con el uniforme y rodeada de gente, haciendo reír a los que te rodeaban, inconsciente de tu belleza, de tu magnetismo. Tardé tiempo en darme cuenta de que no éramos tan diferentes. Al principio pensé que te regodeabas en su adoración, eras demasiado guapa para tener algo en la cabeza; hasta que un día, el destino, tu simpatía y mi collar de Misfits decidieron mostrarme tu fascinación. Las dos buscábamos lo mismo, una amiga con la que estar en silencio los días de lluvia, un refugio que nos permitiese desvestirnos de toda máscara. Podíamos pasear durante horas sin dejar de hablar. El Paseo Zorrilla nos parecía un lugar pequeño y bullicioso pero sus bocacalles  nos permitían perdernos, caminar hasta encontrar un lugar nuevo en el que poder estar a solas; ese era mi momento favorito, cuando, en silencio y solas, compartíamos nuestra intimidad.
No recuerdo la primera vez que nos cogimos de la mano, si fuiste tú o fui yo quien inició el roce, pero poco a poco se convirtió en costumbre. En cuanto nos quedábamos a solas nuestras manos se buscaban, se entrelazaban y acariciaban suavemente, aprendiéndonos cada arruga, cada marca de nuestra piel. Aprendí a quererte por tus silencios, por esa oscuridad que te embargaba cuando callábamos y mirabas al horizonte intentando hallar una respuesta coherente a todas las preguntas que jamás pronunciábamos; era esa oscuridad, ese silencio sempiterno lo que daba verdadero valor a tu risa.
Tardamos un año en hacernos mayores, el alcohol entró en la ecuación pero, mientras nuestras compañeras bailaban para atraer la atención de los chicos, nosotras bailábamos para nosotras mismas, como excusa para estar más cerca la una de la otra. A veces bebíamos solas, la una con la otra, en uno de esos rincones perdidos; el Parque de los Almendros se volvió nuestro favorito el día que nos besamos. Creo que, en ese momento, pude ver la oscuridad de tus ojos irse para nunca volver y, supongo, que con ella se fugó la tristeza de los míos.
Cada vez quedábamos más tiempo a solas. Nunca hablábamos de nosotras, jamás nos definimos como pareja, no nos hacía falta. Yo te quería y tú me querías, éramos leales la una con la otra y el resto, bueno, el resto era demasiado insignificante para nosotras. Fantaseabas con irte de aquí, decías que Valladolid se nos quedaba pequeña, que nos merecíamos mucho más, y  lo decías tan sentida que no era capaz de llevarte la contraría. Tus ojos brillaban más que nunca cuando hablabas de pasear por Londres cogidas de la mano, decías que la niebla de allí sería un suave manto que nos acogería cálido, no como la de aquí que se metía en los huesos y nos hacía temblar. Yo sospechaba que no odiabas la ciudad si no a la gente que nos rodeaba, que no querías huir de estas calles si no del miedo a que nos viesen juntas, a la reacción de tus padres, de nuestros amigos. Cuanta razón tenías.
  Durante mucho tiempo pensamos que habíamos conseguido engañarles a todos. Es cierto que nuestras madres se preguntaban por qué nunca íbamos a casa de otra amiga a dormir, por qué cerrábamos las puertas para ver una película, pero ¿acaso no estábamos en esa edad rebelde? Sencillamente no querían saber la verdad, era más fácil así. Fueron nuestras amigas las primeras en darse cuenta, al principio solo eran bromas sobre lo raritas que éramos con nuestros paseos y conciertos, sobre nuestra simulada abstinencia y como espantábamos a los chicos que se atrevían a interrumpir nuestras conversaciones. En estos momentos volvía a ver el miedo en tus ojos, notaba como tu risa no era real y rezaba por tener el valor para acallar las voces que te hacían infeliz.
No quiero recordar como todo se desvaneció, aquel 21 de septiembre cuando acabo el verano. Todavía guardo la foto que tus padres encontraron, fue la única respuesta que obtuve la última vez que intente verte. Supe que te habían enviado a Londres, a un internado católico, buscando reformarte, buscando alejarnos. Los rumores corrieron como la pólvora en el colegio y yo no dije nada; el miedo y la tristeza me paralizaban pero negarte era lo único que no me hubiese perdonado jamás.

 El tiempo pasó y rehíce mi vida. Poco a poco y con el corazón envuelto en tiritas, el viento me obligó a seguir caminando. El recuerdo de aquellos días se fue desvaneciendo lentamente, convirtiéndose en la sombra de un pasado lejano, una fantasía de cuya realidad a veces dudo. La ciudad ha cambiado, ahora hay más luz, nadie se esconde para cogerse las manos y la gente lucha por defender su amor. Me gusta pensar que nacimos demasiado pronto. Sin embargo, cuando subo aquí y vuelvo a tener la ciudad a mis pies, sé que el verano se fue con tu luz. 

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