sábado, 2 de enero de 2010

Introducción


En el reino de las hadas ya no había polvos dorados que hacían volar, ahora los polvos eran blancos y tenían multitud de nombres, aunque también eran capaces de hacerte volar. Los príncipes cada vez eran más sapos y los versos de amor que antes sonaban cada noche en las ventanas, se habían convertido en gritos de lujuria y perversión.
La bella durmiente abría los ojos solo para acabar con la botella de tequila y caer desmayada una y otra vez. Los enanitos trabajaban en la mina para pagar los servicios de Blancanieves, cuyo chulo solo aceptaba los diamantes de mayor calidad. Caperucita encerrada en su casa, lloraba desconsolada por haber sido el polvo de una noche de un lobo con adicción a los gatos. Bella lamentaba tanto haber acabado con aquella bestia de extremada belleza que tan solo podía encerrarse en su casa y ahogar las penas con novelas románticas. Rapunzel cansada de esperar para que la rescataran, convirtió su trenza en una cresta y escapo de la torre con las botas llenas de sangre.
Así era el mundo de Inés cuando alguna estúpida la insinuó que se casara con el príncipe. Apenas habían pasado dos meses desde aquel momento, dos meses en el que la vida de todos había cambiado, sobre todo la de la pequeña Cenicienta que había tenido que cambiar las botas militares por los zapatos de cristal para comenzar la revolución que su punk la exigía si quería seguir oyendo palabras bonitas en la cama.


El viento del oeste liberado por fin de aquella bruja malvada, le traía el aroma del día en que se enamoro de él. El viento del sur que escapaba del sol, le traía el polvo que sobrevivió a la matanza. El viento del este que viajaba con mil bolas de arena, portaba solo para ella el sonido de aquellas pistolas. Y el viento del norte suave, frio, silencioso e irreal la cubría el pelo de copos de nieve.
A lo lejos se oían los gritos desesperados que buscaban incesantes aquella que había acabado con la tiranía del príncipe pero ella solo podía oír el latido de su corazón que corría sin control mientras las últimas palabras del hada resonaban en su cabeza: “Corre niña, corre como la ceniza en los días de viento”. Con su traje rasgado y las uñas ensangrentadas se fundió en la masa de príncipes, sapos y princesas que ansiaban un beso verdadero que les regalara la libertad.
Sabía que la buscarían toda la vida por asesinato, pero qué importaba eso si al llegar a casa veía el orgullo brillar en sus ojos, qué importaba todo si por primera vez en tantos años volvía a oír de sus labios una palabra de amor, algo que la hiciera recordar el brillo de los días pasados.
Entro en la casa con una sonrisa buscando con la mirada aquellos ojos verdes que la siempre la habían hecho soñar con un futuro perfecto, pero tan solo encontró silencio y soledad. Cerró los ojos con fuerza y respiro hondo llenando sus pulmones de aire para que no se llenara su cara de lágrimas. Se sentó en aquel sillón lleno de quemaduras de cigarro y se quito el vestido azul quedándose más desnuda por dentro que por fuera, con sus lagrimas empezó a limpiar la sangre mientras recordaba tiempos pasados, tiempos mejores donde su vida estaba llena de lujos que había llegado a odiar. Odiaba tanto el mundo en el que vivía, se ahogaba como un pez en un arenal al ver todos aquellos niños que luchaban entre ellos por la rata más grande mientras que otros solo con decir una palabra ya tenían calientes los mejores manjares, recordaba como su padre la lleno de lujos tontos y caprichos sin sentido fuera de las luces de los castillos, lo recordaba con tanta amargura que la cerveza se hacía dulce a su lado.
 Sabía que siempre había sido una estúpida de tetas bonitas, y aunque jamás se arrepentiría de haber abandonado el lujo, tampoco tenía claro que dejarse atrapar por aquellos ojos hubiera sido la mejor decisión que podría haber tomado. Pero aun así, pese a la soledad que reinaba su casa, pese a las lágrimas que limpiaban su vestido, pese a todo… Le amaba más de lo que podría haber amado jamás.

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